Hace muchos años, más de cien, en un lugar encantado, como de ensueño, en la Ribera de la Chanza, rodeado de peñas barranqueras, encinares y alcornoques, con senderos de tierra y muros de lajas de piedra, se levantaba un pequeño pueblo. De calles estrechas, algunas muy empinadas, tanto que parecía como si anduvieras recostado, suelos empedrados y casas blancas, de un blanco que casi reflejan el cielo. Aunque también había casas de piedra con cierto porte señorial. De gentes religiosamente humildes y sencillas. Vecinos afanosos y hacendosas y vivarachas señoras. Sus vidas paseaban serenas ante los ojos de una culebrera, que surcaba los cielos, año tras año retornando a su nido.
Los domingos después de misa, los niños y niñas, en la Almena se reunían y entonaban una alegre coplilla que al parecer todos sabían -allá van los muchachos en busca de su tesorillo, monedas de oro y plata para llenarse los bolsillos- cantaban.
En la reunión había tres niñas, muy risueñas y rebosantes de simpatía. Por ahora solo eran niñas y disfrutaban de la candidez de sus días.
Con el pasar del tiempo los niños y niñas que juntos jugaban, se convirtieron en lozanos mozos y mozas.
Los mozos ya estaban preparados para salir a buscarse el jornal. Aprendices de carpintero, labradores y campesinos, comenzaban a ganarse su pan.
Las recatadas y joviales mozas, que ya cumplían sus veinte primaveras, atesoraban su virtud, como flor del primer anhelo que dos páginas de un antiguo libro refugia. Sus labores, tejer y bordar para así hacerse con un buen ajuar. Cocinar, lavar y cuidar de los pequeños, de los mayores y de los enfermos. Desde bien jóvenes comprendieron lo que su futuro les depararía, pues tarde o temprano, una buena esposa y mujer de su casa serían.
Las tres amigas por las tardes salían al paseo. De sus casas a la Cilla y de vuelta por el sendero de campanillas y jaras. Conversaban y se reían de historias inventadas. Soñaban que eran libres como las tórtolas de los árboles que allí anidaban. Si en su andar con algún joven se cruzaban, debían ser cautas y comedidas, pues a saber lo que las habladurías dirían.
-¡Hasta luego, Clemente!- dijo Catalina, la mar de salada. De pálida tez y ojos amarronados, cabello cobrizo y agraciado. Labios siempre rojos y carnosos. Sinuosa figura y caminar, se encantaba a ella y a los demás. Atrevida, inquieta y curiosa, deseosa de saber más. De buena familia, eso sin dudar. Su padre era profesor, le leía cuentos desde la cuna, cuando la mecía, esperando que su hija fuese alguien algún día. Cuando tuvo siete u ocho años le enseñó a leer y a escribir. Catalina enseñó a las otras niñas, pero a esa parte de la historia no me quiero adelantar. Su madre se llamaba María del Mar. Vivían en la parte alta, de esa zona con cierto porte señorial.
-¡Catalina!- exclamó la impetuosa Feliciana. Si algo decían de ella era que parecía una joven seria y formal, aunque con un halo misterioso, como si tuviera algo que ocultar. De largos rizos negros, piel canela y unos ojos verdes que encandilaban con su pestañear. De figura esbelta, no muy alta, como su madre, pero no le gustaba que le dijeran eso. Su familia humilde y decente. Su padre era maestro herrero, decían que verlo trabajar era algo singular. Su madre se llamaba Severa, de ella no hay nada más que contar.
En silencio se quedó Eleonora, era tan típico de ella no entrar en riñas. Una muchacha alegre, de infinita sonrisa. Era leal y siempre estaba dispuesta a ayudar. Sus ojos grises y despiertos, con media melena que ondeaba entre el viento. Muy menuda pero con gran fortaleza. Antes de que cantara un gallo ya estaba despierta, ayudando a sus padres a preparar el pan, que sus vecinos más tarde iban a comprar.
Después de aquel desencuentro siguieron con su paseo. Las tardes se les hacían cortas y aún les quedaban cosas por hablar. Decidieron encontrarse más tarde, como a partir de las doce, asegurándose de que nadie las cazara en la oscura noche.
Aquella noche las tres jovencitas salieron a su encuentro bajo el puente de los Pelambres. Pasaron el tiempo hablando sin parar, sin darse cuenta de lo rápido que giraban las manecillas del reloj. Les dieron las dos o las tres. Acordaron volver a encontrarse noche tras noche, sin faltar ni una.
En el manto oscuro de la noche, cuando oídos entrometidos no podían escuchar, las tres muchachas compartían vivencias, consejos e inocentes amoríos bajo la tenue luz de un candil.
Una de esas noches, Eleonora y Feliciana, le pidieron a Catalina que les enseñase a escribir y a leer, para así poder imaginar sus propias historias y plasmarlas en un trozo de papel.
Muchas noches pasaron juntas. Algunas noches leían bajo las estrellas, hasta representaban breves zarzuelillas. Otras noches debatían sobre arte, si preferían las pinturas de Miguel de Tovar o las de Márquez de Velasco. Les interesaba la medicina, Eleonora quería ser enfermera. Si tenían oportunidad, tomaban prestada La Gaceta, para estar al tanto de los sucesos y de las buenas o no tan buenas nuevas.
Con sus flores y ligera brisa, la primavera se marchó y el verano bochornoso se manifestó.
Una noche de junio, las tres amigas acudieron a su cita. Ardiente oscuridad se cernía sobre ellas. Las muchachas se reían y danzaban con el sonido que emergía de los chasquidos de los árboles al chocar sus ramas y con el sonido de la liviana corriente del río. Parecía que el paisaje se unía a la celebración del solsticio. Ondulados contoneos bajo la luz de la brillante luna, desencadenó un aventurado acercamiento. Lentamente, siendo consentidas sus avenencias, se desprendieron de sus húmedos atavíos, como almas cautivas que se deshacen de sus grilletes en busca de la deseada libertad. Embriagadas por el plácido y deleitoso perfume de los cercanos jazmines, danzaban y danzaban, despojándose de todo el peso de ser una sumisa dama. Sus jóvenes y puras pieles se acariciaban con el vaivén de su sensorial danza. Entre cómplices miradas, sonrisas y caricias, se zambulleron en el río y como místicas sirenas entonaban extasiados cantares.
Con la euforia del jubiloso gozo, las muchachas, eran ajenas de que estaban siendo motivo de algunas juiciosas y malévolas miradas.
Las remilgadas alcahuetas fueron testigo de su encuentro clandestino, agazapadas en la oscuridad. Cuando fueron conscientes de lo que sus mojigatos ojos habían advertido, corrieron hacia el pueblo. Parecía que las llevase en volandas el mismísimo diablo y antes de la primera luz del alba, ya habían anunciado a mujeres, hombres, niños y niñas, lo que vieron en la impía noche sus devotos luceros.
El juicio no se hizo esperar. Las gentes vivarachas y religiosas se convirtieron en siniestros verdugos, buscando y reclamando severa justicia.
Las jóvenes, al llegar al pueblo, anduvieron por las calles vacías guiándose por el clamor enfurecido, sin saber que estaban siendo guiadas a su funesto destino. A la altura de la plaza, un tumulto se les echó encima, entre alaridos e improperios, las prendieron. Aún sin comprender lo que acontecía, sin entender por qué toda esa gente las hería. La madre de una de ellas, les lanzó piedras y escondió la mano. No sabían del pecado que cometieron, pero los encarnados ojos furiosos de sus familiares, amigos y vecinos lanzaban repudiosas miradas y como feroces lobos estaban sedientos de sangre.
Encolerizados, las desnudaron dejando a la vista de todos su quebradiza humanidad y despojándolas de su dignidad, las amarraron a un poste. Con ramas de jara secas, las azotaron. Cuanta más agonía sentían sus débiles carnes, más jaleaba la endiablada turba.
Eleonora, Feliciana y Catalina, temerosas y temblorosas, afligidas por los azotes y el escarnio, rogaron piedad. Rogaron a sus padres, a sus amigos, a aquel pueblo que había sido testigo de su florecer, que se apiadaran de su inocente mocedad. Buscando miradas misericordiosas, los ojos llenos de lágrimas de Catalina, se encontraron con los de Clemente y éste al reparar que la pecadora le miraba vociferó -¡muerte a las brujas!- y el pueblo entero se unió a la terrible amenaza. Gritaban juntos mientras levantaban sus infames manos. -¡Colgad a las brujas!- gritaron, como si de una coral infernal se tratase. Las súplicas de las tres amigas fueron en vano, su ruinoso juicio ya se había celebrado.
Por las calles del pueblo las hicieron desfilar. Vulnerables y entre lamentos, las muchachas, deslizaban sus dedos buscando cobijo y consuelo en las manos de las demás. Atemorizadas, atesoraban en sus corazones el regocijo de la memorable liberación que juntas compartieron. Poniendo rumbo, paso a paso, lágrima a lágrima, a su fatal desenlace.
En un árbol robusto, cerca del puente de sus clandestinos encuentros, anudaron en sus cuellos mortíferas gargantillas de esparto. En aquel lugar exhalaron su última voluntad, mas no pudieron impedir desgañitar un último reproche, que si sus cuerpos allí colgaban era por culpa de las brujas del Aroche.