La voz que no quieres escuchar

Un día gris la oí venir. Oí venir a aquella muchacha temerosa y perturbada por sus crueles pensamientos. Siempre se preguntaba ¿qué es lo siguiente que tendría que sufrir?

Luces y sombras en su vida. Vida que le tocó vivir.

No le tenía miedo a la muerte, murmuraba; sin embargo, sí se lo tenía a vivir.

No había nada más terrorífico que la incertidumbre que se manifestaba y azotaba en el empezar de un nuevo día.

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Tinieblas

Una noche tan oscura que parecía que el Sol, celoso del encanto de la Luna y del resplandor de las más ínfimas estrellas, arrebató el brillo de aquellos luceros para así, sumir a los mortales a la penumbra infinita en medio de la nada. Una nada repleta de enormes y cenicientos nudos ramificados. Ramificaciones de estranguladas raíces que emergían de la profundidad de la tierra y como guirnaldas engalanaban los míseros árboles. Árboles enredados y torcidos, que parecían la viva estampa de la muerte. La muerte que se enmarcaba en una húmeda y lúgubre cripta. Cripta adornada con rosas arrugadas y marchitas, rematadas de podredumbre. Podredumbre que alimentaba a larvas y pequeñas alimañas aladas cubiertas con inmunda lanosidad, que revoloteaban alrededor de un altar. Altar al que vestían viejos candelabros repletos de velas sin destellos. Juntos celebraban la vigilia y ornamentaban la tétrica parafernalia de la ceremonia tenebrosa que acontecía.

Delante del altar, una melancólica doncella se arrodillaba ante una sombría perversidad mientras sujetaba, juntando sus débiles manos, un cáliz de plata envejecida con rubíes incrustados, que contenía un oscuro, espeso y fétido brebaje. En aquel condenado rito, la sombra del espectro maldito le preguntó a la doncella… ¿Cuántas veces te preguntaste por qué a ti? ¿Cuántas veces besaron tu gélida frente? ¿Cuántas veces cobijaron tu mano en un fúnebre camino? ¿Cuántas veces sentiste el ardor del veneno en tu oscuro corazón? ¿Cuántas veces te preguntaste a quién envenenaste tú? ¿A quién? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto penaste? ¿Cuántas noches acechaste en la oscuridad? ¿Cuántas noches vagaste entre las tinieblas? ¿Cuántos fuimos cómplices de tu venganza? ¿Cuántas veces susurraste mi nombre? ¿Cuántas veces te arrepentiste?

La doncella de cuencas vacías, oscuras como el angustioso manto de la noche, contemplaba con pavor su putrefacto cadáver. Restos mortales que eran devorados por infames gusanos y tábanos. Alimañas que recorrían los despojos de la carne, mancillándola, engendrando su linaje. La doncella presa del horror de aquella macabra realidad, acercó el cáliz a su boca, lo posó en sus incorpóreos labios y bebió un sorbo de aquel pútrido y mortífero mejunje. Fue entonces cuando la vigilante y negra silueta zascandileaba alrededor de la rendida doncella mientras se transfiguraba y le afloraban unos sangrientos plumajes de su herido espinazo. Complacido y regodeándose del sufrimiento y del lamento del vagar de aquel alma en pena, manifestó con jubilosa mofa su última pregunta… ¿Cuántas veces puede morir un ánima?

Las brujas del Aroche

Hace muchos años, más de cien, en un lugar encantado, como de ensueño, en la Ribera de la Chanza, rodeado de peñas barranqueras, encinares y alcornoques, con senderos de tierra y muros de lajas de piedra, se levantaba un pequeño pueblo. De calles estrechas, algunas muy empinadas, tanto que parecía como si anduvieras recostado, suelos empedrados y casas blancas, de un blanco que casi reflejan el cielo. Aunque también había casas de piedra con cierto porte señorial. De gentes religiosamente humildes y sencillas. Vecinos afanosos y hacendosas y vivarachas señoras. Sus vidas paseaban serenas ante los ojos de una culebrera, que surcaba los cielos, año tras año retornando a su nido.

Los domingos después de misa, los niños y niñas, en la Almena se reunían y entonaban una alegre coplilla que al parecer todos sabían -allá van los muchachos en busca de su tesorillo, monedas de oro y plata para llenarse los bolsillos- cantaban.

En la reunión había tres niñas, muy risueñas y rebosantes de simpatía. Por ahora solo eran niñas y disfrutaban de la candidez de sus días.

Con el pasar del tiempo los niños y niñas que juntos jugaban, se convirtieron en lozanos mozos y mozas.

Los mozos ya estaban preparados para salir a buscarse el jornal. Aprendices de carpintero, labradores y campesinos, comenzaban a ganarse su pan.

Las recatadas y joviales mozas, que ya cumplían sus veinte primaveras, atesoraban su virtud, como flor del primer anhelo que dos páginas de un antiguo libro refugia. Sus labores, tejer y bordar para así hacerse con un buen ajuar. Cocinar, lavar y cuidar de los pequeños, de los mayores y de los enfermos. Desde bien jóvenes comprendieron lo que su futuro les depararía, pues tarde o temprano, una buena esposa y mujer de su casa serían.

Las tres amigas por las tardes salían al paseo. De sus casas a la Cilla y de vuelta por el sendero de campanillas y jaras. Conversaban y se reían de historias inventadas. Soñaban que eran libres como las tórtolas de los árboles que allí anidaban. Si en su andar con algún joven se cruzaban, debían ser cautas y comedidas, pues a saber lo que las habladurías dirían.

-¡Hasta luego, Clemente!- dijo Catalina, la mar de salada. De pálida tez y ojos amarronados, cabello cobrizo y agraciado. Labios siempre rojos y carnosos. Sinuosa figura y caminar, se encantaba a ella y a los demás. Atrevida, inquieta y curiosa, deseosa de saber más. De buena familia, eso sin dudar. Su padre era profesor, le leía cuentos desde la cuna, cuando la mecía, esperando que su hija fuese alguien algún día. Cuando tuvo siete u ocho años le enseñó a leer y a escribir. Catalina enseñó a las otras niñas, pero a esa parte de la historia no me quiero adelantar. Su madre se llamaba María del Mar. Vivían en la parte alta, de esa zona con cierto porte señorial.

-¡Catalina!- exclamó la impetuosa Feliciana. Si algo decían de ella era que parecía una joven seria y formal, aunque con un halo misterioso, como si tuviera algo que ocultar. De largos rizos negros, piel canela y unos ojos verdes que encandilaban con su pestañear. De figura esbelta, no muy alta, como su madre, pero no le gustaba que le dijeran eso. Su familia humilde y decente. Su padre era maestro herrero, decían que verlo trabajar era algo singular. Su madre se llamaba Severa, de ella no hay nada más que contar.

En silencio se quedó Eleonora, era tan típico de ella no entrar en riñas. Una muchacha alegre, de infinita sonrisa. Era leal y siempre estaba dispuesta a ayudar. Sus ojos grises y despiertos, con media melena que ondeaba entre el viento. Muy menuda pero con gran fortaleza. Antes de que cantara un gallo ya estaba despierta, ayudando a sus padres a preparar el pan, que sus vecinos más tarde iban a comprar.

Después de aquel desencuentro siguieron con su paseo. Las tardes se les hacían cortas y aún les quedaban cosas por hablar. Decidieron encontrarse más tarde, como a partir de las doce, asegurándose de que nadie las cazara en la oscura noche.

Aquella noche las tres jovencitas salieron a su encuentro bajo el puente de los Pelambres. Pasaron el tiempo hablando sin parar, sin darse cuenta de lo rápido que giraban las manecillas del reloj. Les dieron las dos o las tres. Acordaron volver a encontrarse noche tras noche, sin faltar ni una.

En el manto oscuro de la noche, cuando oídos entrometidos no podían escuchar, las tres muchachas compartían vivencias, consejos e inocentes amoríos bajo la tenue luz de un candil.

Una de esas noches, Eleonora y Feliciana, le pidieron a Catalina que les enseñase a escribir y a leer, para así poder imaginar sus propias historias y plasmarlas en un trozo de papel.

Muchas noches pasaron juntas. Algunas noches leían bajo las estrellas, hasta representaban breves zarzuelillas. Otras noches debatían sobre arte, si preferían las pinturas de Miguel de Tovar o las de Márquez de Velasco. Les interesaba la medicina, Eleonora quería ser enfermera. Si tenían oportunidad, tomaban prestada La Gaceta, para estar al tanto de los sucesos y de las buenas o no tan buenas nuevas.

Con sus flores y ligera brisa, la primavera se marchó y el verano bochornoso se manifestó.

Una noche de junio, las tres amigas acudieron a su cita. Ardiente oscuridad se cernía sobre ellas. Las muchachas se reían y danzaban con el sonido que emergía de los chasquidos de los árboles al chocar sus ramas y con el sonido de la liviana corriente del río. Parecía que el paisaje se unía a la celebración del solsticio. Ondulados contoneos bajo la luz de la brillante luna, desencadenó un aventurado acercamiento. Lentamente, siendo consentidas sus avenencias, se desprendieron de sus húmedos atavíos, como almas cautivas que se deshacen de sus grilletes en busca de la deseada libertad. Embriagadas por el plácido y deleitoso perfume de los cercanos jazmines, danzaban y danzaban, despojándose de todo el peso de ser una sumisa dama. Sus jóvenes y puras pieles se acariciaban con el vaivén de su sensorial danza. Entre cómplices miradas, sonrisas y caricias, se zambulleron en el río y como místicas sirenas entonaban extasiados cantares.

Con la euforia del jubiloso gozo, las muchachas, eran ajenas de que estaban siendo motivo de algunas juiciosas y malévolas miradas.

Las remilgadas alcahuetas fueron testigo de su encuentro clandestino, agazapadas en la oscuridad. Cuando fueron conscientes de lo que sus mojigatos ojos habían advertido, corrieron hacia el pueblo. Parecía que las llevase en volandas el mismísimo diablo y antes de la primera luz del alba, ya habían anunciado a mujeres, hombres, niños y niñas, lo que vieron en la impía noche sus devotos luceros.

El juicio no se hizo esperar. Las gentes vivarachas y religiosas se convirtieron en siniestros verdugos, buscando y reclamando severa justicia.

Las jóvenes, al llegar al pueblo, anduvieron por las calles vacías guiándose por el clamor enfurecido, sin saber que estaban siendo guiadas a su funesto destino. A la altura de la plaza, un tumulto se les echó encima, entre alaridos e improperios, las prendieron. Aún sin comprender lo que acontecía, sin entender por qué toda esa gente las hería. La madre de una de ellas, les lanzó piedras y escondió la mano. No sabían del pecado que cometieron, pero los encarnados ojos furiosos de sus familiares, amigos y vecinos lanzaban repudiosas miradas y como feroces lobos estaban sedientos de sangre.

Encolerizados, las desnudaron dejando a la vista de todos su quebradiza humanidad y despojándolas de su dignidad, las amarraron a un poste. Con ramas de jara secas, las azotaron. Cuanta más agonía sentían sus débiles carnes, más jaleaba la endiablada turba.

Eleonora, Feliciana y Catalina, temerosas y temblorosas, afligidas por los azotes y el escarnio, rogaron piedad. Rogaron a sus padres, a sus amigos, a aquel pueblo que había sido testigo de su florecer, que se apiadaran de su inocente mocedad. Buscando miradas misericordiosas, los ojos llenos de lágrimas de Catalina, se encontraron con los de Clemente y éste al reparar que la pecadora le miraba vociferó -¡muerte a las brujas!- y el pueblo entero se unió a la terrible amenaza. Gritaban juntos mientras levantaban sus infames manos. -¡Colgad a las brujas!- gritaron, como si de una coral infernal se tratase. Las súplicas de las tres amigas fueron en vano, su ruinoso juicio ya se había celebrado.

Por las calles del pueblo las hicieron desfilar. Vulnerables y entre lamentos, las muchachas, deslizaban sus dedos buscando cobijo y consuelo en las manos de las demás. Atemorizadas, atesoraban en sus corazones el regocijo de la memorable liberación que juntas compartieron. Poniendo rumbo, paso a paso, lágrima a lágrima, a su fatal desenlace.

En un árbol robusto, cerca del puente de sus clandestinos encuentros, anudaron en sus cuellos mortíferas gargantillas de esparto. En aquel lugar exhalaron su última voluntad, mas no pudieron impedir desgañitar un último reproche, que si sus cuerpos allí colgaban era por culpa de las brujas del Aroche.

La muchacha de las flores

En un lejano y olvidado pueblo, de casas blancas, puertas y postigos de madera picada por el paso de los años, suelos de lajas de piedra donde los verdes brotes crecen vivaces. De calles frías y llenas de una leve neblina en la que se puede entrever, si le pones atención, a la anciana de las flores.

De tez pálida y cabellos grises, siempre recogido con una lazada negra. Ropajes oscuros, larga falda y una toca raída. La anciana, pasea por las calles solitaria y cabizbaja.

Si preguntas quién es, nadie la conoce. Si preguntas quién fue, nadie la recuerda.

Una mañana clara, apoyada en el alféizar de la ventana, oí el doblar de las campanas de la antigua iglesia. En un abrir y cerrar de ojos, allí estaba, con un gran ramo de lirios y crisantemos, la anciana de las flores.

Me apresuré a su encuentro, y esta vez, cuando estaba a su lado, alzó su mirada y sin dirigirme la palabra, clavó sus ojos negros en mis ojos y vi en ellos la calma, la paz y el sosiego que mi alma anhelaba. En silencio, la seguí, con un lento paso, como si el tiempo se hubiese detenido.

Al llegar a la calle de mi niñez, detuvo su caminar, queriendo llamar mi atención, y al levantar mi mirada pude ver a mis familiares y amigos, a mis más queridos. Con una leve voz les saludé, pero no obtuve respuesta. Así que alcé mi voz, con todos los reaños que tenía, pero no me oían.

Retomamos nuestro andar, estábamos cada vez más cerca, y pude percatarme de la pena y tristeza en sus rostros. Entre lamentos y abrazos se consolaban pero a mí no me veían.

Llegamos a la puerta de mi casa, fue entonces cuando la anciana detuvo su paso. Le pregunté desconsolada, por qué mis seres queridos lloraban. En ese mismo instante, antes de obtener su respuesta, les oí, entre sollozos, mencionar mi nombre. Fue ahí cuando un recuerdo lejano, anterior a mi nacimiento, azotó mi ser. Me percaté de que ya no respiraba, mi corazón no latía, mi piel estaba fría y en el reflejo de la ventana, observé que mis mejillas ya no lucían sonrosadas.

La anciana, dirigió su mirada hacia mí, con timidez le devolví la mirada, alzó sus manos al encuentro de las mías y me entregó, como si pasara un testigo, el ramo de flores. Por unos instantes, su mirada se perdió entre las flores, levantó su rostro para que sus ojos se encontraran, de nuevo, con los míos, tocó mi hombro como palabra de consuelo y vi un descanso en su mirar. Dio unos pasos hacia atrás, se giró y comenzó a caminar hasta que ya no pude vislumbrarla.

Como legado me dejó sus flores y su caminar. A solas, en silencio y entre la neblina. Algunos me recuerdan por mi nombre, pero otros me conocen por la muchacha de las flores.