En un lejano y olvidado pueblo, de casas blancas, puertas y postigos de madera picada por el paso de los años, suelos de lajas de piedra donde los verdes brotes crecen vivaces. De calles frías y llenas de una leve neblina en la que se puede entrever, si le pones atención, a la anciana de las flores.
De tez pálida y cabellos grises, siempre recogido con una lazada negra. Ropajes oscuros, larga falda y una toca raída. La anciana, pasea por las calles solitaria y cabizbaja.
Si preguntas quién es, nadie la conoce. Si preguntas quién fue, nadie la recuerda.
Una mañana clara, apoyada en el alféizar de la ventana, oí el doblar de las campanas de la antigua iglesia. En un abrir y cerrar de ojos, allí estaba, con un gran ramo de lirios y crisantemos, la anciana de las flores.
Me apresuré a su encuentro, y esta vez, cuando estaba a su lado, alzó su mirada y sin dirigirme la palabra, clavó sus ojos negros en mis ojos y vi en ellos la calma, la paz y el sosiego que mi alma anhelaba. En silencio, la seguí, con un lento paso, como si el tiempo se hubiese detenido.
Al llegar a la calle de mi niñez, detuvo su caminar, queriendo llamar mi atención, y al levantar mi mirada pude ver a mis familiares y amigos, a mis más queridos. Con una leve voz les saludé, pero no obtuve respuesta. Así que alcé mi voz, con todos los reaños que tenía, pero no me oían.
Retomamos nuestro andar, estábamos cada vez más cerca, y pude percatarme de la pena y tristeza en sus rostros. Entre lamentos y abrazos se consolaban pero a mí no me veían.
Llegamos a la puerta de mi casa, fue entonces cuando la anciana detuvo su paso. Le pregunté desconsolada, por qué mis seres queridos lloraban. En ese mismo instante, antes de obtener su respuesta, les oí, entre sollozos, mencionar mi nombre. Fue ahí cuando un recuerdo lejano, anterior a mi nacimiento, azotó mi ser. Me percaté de que ya no respiraba, mi corazón no latía, mi piel estaba fría y en el reflejo de la ventana, observé que mis mejillas ya no lucían sonrosadas.
La anciana, dirigió su mirada hacia mí, con timidez le devolví la mirada, alzó sus manos al encuentro de las mías y me entregó, como si pasara un testigo, el ramo de flores. Por unos instantes, su mirada se perdió entre las flores, levantó su rostro para que sus ojos se encontraran, de nuevo, con los míos, tocó mi hombro como palabra de consuelo y vi un descanso en su mirar. Dio unos pasos hacia atrás, se giró y comenzó a caminar hasta que ya no pude vislumbrarla.
Como legado me dejó sus flores y su caminar. A solas, en silencio y entre la neblina. Algunos me recuerdan por mi nombre, pero otros me conocen por la muchacha de las flores.