Con claridad, diría que, aquella casa parecía retener el tiempo y te retornaba al pasado.
A su vera, un sendero largo, oscuro y profundo, como si guardara un misterioso secreto en su interior. Lo cubrían ramificaciones curvas y pequeñas flores doradas, aguardando allí desde tiempos lejanos.
A su alrededor, se levantaban grandiosos árboles. Árboles que con el pasar de los años parecía que se hubiesen desprendido de su bondad y lealtad hacia el ser humano. Árboles antiquísimos, que en sus ramas ya no descansaban hojas verdes, ni cobres, en su lugar, sólo se podía observar tenebrosa desnudez. De cortezas grisáceas y agrietadas, como las manos de un anciano despidiéndose con un último suspiro. Entre las grietas, diminutos seres tejedores engendraban su linaje. Aquellos árboles parecían marchitos pero pequeñas lágrimas marrones brotaban de sus débiles y frágiles ramas, como si aún aguardaran un resquicio de esperanza. Retenidos en el tiempo por sus leñosas raíces, testigos de lamentos y cantares, de lloros y alegrías, recelosos, ya sólo les hacía compañía la soledad y la melancolía.
La casa parecía una húmeda y sombría cripta. Estaba siendo engullida por la voraz naturaleza, como si ésta estuviera reclamando su trono. Muros y esquinas verdes, tejado cubierto por un manto musgoso, ventanas que en su alféizar crecía y brotaba un ínfimo bosque lleno de tréboles, que brotaban y brotaban, hasta cubrir, con generosidad, aquella casa abandonada a su suerte.
Dejé de deleitarme, por un momento, en mis difusas ideas y fui consciente de lo que mis ojos veían y me pregunté, ¿estaba abandonada aquella vieja casa? pues si bien, aquel lugar estaba dejado de la mano humana, parecía que la cuestión tenía una fácil solución. Sea como fuere, aquella antigua y sucia casa seguía albergando vida.